Así se vivió el terrorismo: testimonio personal

 

Luego de la captura de Abimael Guzmán, traté de cerrar en capítulo de mi vida y, como muchos, cometí el error de evitar conversar mayormente sobre el tema del terrorismo con mis hijos y los jóvenes a fin de no fomentar inquietudes con un tema que creí cerrado. En los colegios tampoco se le dio la importancia debida y se pasó por agua tibia una etapa de nuestras vidas sobre la que nunca debemos bajar la guardia, pues de la Historia, se aprende y hoy, más que nunca, debemos recordar y compartir nuestras experiencias, aunque duras, para que nunca más se vuelva a repetir. Es así que siento que es pertinente narrar la historia que me tocó vivir. No la leí en un libro, no me la contaron, fue mi experiencia de vida que hoy quiero compartirla con ustedes, mis amables lectores.

Los limeños, se dice, piensan que el Perú es Lima y es cierto, incluso durante los años en los que el terrorismo nos atacaba de la manera más feroz. Si bien en Lima nos atemorizaba la inseguridad por los constantes apagones y por el ataque a diferentes personalidades, el fenómeno del terrorismo no se llegaba a comprender y a sentir en su real dimensión, hasta que ocurrió la desgracia en Tarata. El derribo de torres de alta tensión, las continuas emboscadas a policía y militares y las masacres de miles de personas al interior del país, nos parecía algo lejano y terminamos acostumbrándonos a ver cada día, noticias de muerte y destrucción, la violencia extrema se normalizó y dejamos de sorprendernos ante este tipo de eventos.

Durante la década de los 80 realizaba mis estudios en la facultad de Arqueología en la UNMSM donde lideraba Patria Roja. En esos años, Fujimori ordenó el ingreso de la fuerza armada al campus haciendo que reine una tensa calma interrumpida por el estruendo de artefactos explosivos y de balaceras al interior de la ciudad universitaria. Cogernos de las manos para caminar, en la total oscuridad, para ponernos a buen recaudo durante los enfrentamientos, se hizo casi una costumbre. En esas condiciones, acepté liderar una lista para participar en las elecciones para dirigir el Centro de Estudiantes de Arqueología y hacer un contrapeso a la izquierda radical, en ese entonces reinante. No gané, pero tuve un apoyo significativo y ese fue un mensaje muy claro para mis contrincantes, que me valió, por supuesto una serie de amenazas y problemas a la hora de gestionar mi bachillerato. Los ultras no sólo estaban entre los estudiantes, sino también entre profesores y autoridades universitarias.

Mi pobre madre, por supuesto ignoró siempre mis peripecias políticas, ya era bastante verla parada en la puerta de mi casa, esperándome llegar de la universidad, luego de cada apagón. Pasando el tiempo, estando ya en mi último año me casé con un oficial de la PNP, desde allí, las cosas cambiaron. Leer las noticias de policías asesinados, ya no me era un tema ajeno, ya era parte de mi entorno. Mi esposo, durante su carrera en la policía, estuvo mayormente destacado en puestos operativos y en zonas de emergencia. Por ello, la posibilidad de ver su nombre en las noticias sobre atentados, no era descabellada.

Nacida mi primera hija, lo destacaron a Palpa como Jefe de Sector del cual formaba parte la zona de Ayacucho que hacía límite con Ica, zona muy complicada por cierto por el factor terrorista. Mi casa estaba a escasos metros del local policial. El riesgo de un ataque, era constante. Diseñamos un plan de escape por si ello ocurría. Yo debía trepar un pared posterior del patio de la casa con mi nena cargada y correr hacia chacras colindantes para escapar y ponerme a buen recaudo. No había noche de sueño profundo. Siempre alertas. Aprendí a usar AKM, revólver y granadas de mano que teníamos en el dormitorio convertido en un pequeño arsenal.

Mientras tanto, en Lima, mis amigos y familia continuaban con su vida, casi normal. Yo, prefería no comentarles lo tenso de la situación en la que vivía. Las personas en Palpa, me recomendaban regresarme a Lima, hasta que llegó el día crítico. Golpearon a mi puerta a las 4 de la madrugada. No hubo tiempo de hablar, un helicóptero vendría por mi esposo. Atacaron la base policial de Cora Cora, en Ayacucho. Durante meses permaneció allá, con el constante rumor de un nuevo ataque, tanto así que en una incorrecta noticia trasmitida por televisión, fue dado por muerto. Conseguir transporte para regresar a Lima fue toda una odisea. Los buses procedentes de Ayacucho no querían llevarme al verme escoltada por policías, hasta que obligaron a parar a un bus de la empresa Cóndor de Aimaraes (nunca olvidaré su nombre) en el cual viajaban heridos, con vendajes en diferentes partes del cuerpo, seguramente terroristas que participaron en el ataque y se dirigían a la ciudad de Ica. Así llegué con mi nena de meses a Lima luego de una noche de terror, yo apenas tenía 24 años...

Luego de esta experiencia, siguieron muchos días de tensión a lo largo de los años en que se vivió lo peor del terrorismo, pero baste la anterior narración como ejemplo para que se tenga una idea de cómo afectaba a las personas y a las familias la insanía de estos enfermos que pretendieron tomar el poder por la fuerza a falta de ideas para convencer a la población para apoyarlos en su absurdo proyecto. Escuchar equiparar la maldad extrema de estos criminales a los excesos cometidos por las FFAA y/o policiales en boca del congresista Bermejo, me resulta una aberración. No existe un enfrentamiento armado aséptico, lamentablemente y eso no significa que lo justifique, sólo me remito a los hechos. Los terroristas actuaban con pre-meditación y alevosía. Torturaban por igual a hombres, mujeres y niños, inclusive bebes. Cercenaban cuerpos, los quemaban, los mataban a machetazos, abrían los vientres de mujeres embarazadas, les arrancaban los fetos y mil maldades más, que aunque dolorosas, hay que decirlas. Así, resulta imposible olvidar a un buen amigo, también oficial de la PNP, destacado en Ayacucho y quien sería nuestro testigo de bodas. Él, en agradecimiento, nos envió un lote de vino para la ceremonia. El vino llegó, él nunca. Lo emboscaron viajando a Lima, le arrancaron los ojos y quemaron su cuerpo. 

Este, es sendero luminoso amigos. Seguidores de una mente perturbada, lleno de traumas como lo fue Abimael Guzmán. Quienes vivimos esos tiempos, debemos dar testimonio de lo que significó para el país tantos años de dolor que nunca deben ser olvidados, menos hoy en día, donde mentes retorcidas, simpatizantes de ideas retrógradas y obsoletas, enquistadas peligrosamente en nuestro gobierno, pretenden justificar o aminorar la barbarie de este grupo de terroristas criminales. Los padres de familia, los maestros y los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad de difundir y crear conciencia, sobretodo entre los jóvenes, de aquellos tiempos infames.

Terrorismo, nunca más !!

 





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